lunes, 9 de febrero de 2015

Veintiocho, escrache al cuerpo

No se sabe de qué es uno capaz hasta el día que amanece en un lugar que no es casa, digamos en un no lugar, con una botella de whisky vacía en la bolsa. Esa ebriedad permite ver un poco el fondo del sí mismo, las nuevas formas.

Quizá me reservé hasta este lunes de oficina con las manos congeladas para escribir este no-suceso. Evitando el incómodo lugar común de hacer como que se escribe mejor siendo un borracho, porque no es así y de todas maneras escribo horrible.

Aquella noche fue la más divertida. Bailar sin limitaciones mentales canciones pasadas de moda y hacer el ridículo. O no.

Domingo, 3: 35 am. En el baño una chica travesti me concedió el honor de usar su lapiz labial rosa pastel y me lo unté en la cara con el mismo orgullo que desperté horas más tarde.

Domingo, 10:20 am. El maquillaje era un desastre, miré en el espejo de aquél departamento la peor versión de mi misma. El delineador batido insistía en que mirara, los labios hinchados y calientes también.

No fue una noche de agotador sexo salvaje, vaya, ni siquiera tuve el gusto de pasar la noche acompañada más allá de los amigos agitados con los que bailé sin parar. 

El tema era muy otro. Porque eso que vi en el espejo, ese lugar de batallas tan descompuesto, me azotó en la cara un guiño de libertad. Comunicarse con el lado turbio de un cuerpo que día a día se diluye hasta la muerte no sólo es posible, es indispensable.

Y para qué.

Para obligarse a salir a la calle en busca de alimento, para seguir insistiendo en ese nivel precario y tierno de la sobrevivencia que por supuesto nunca se merece. Soy capaz de reconfortar mi mente y espíritu: este domingo puedo sola. 

Hay que bajar la guardia, un día esto también acabará.

El sol del medio día me dejaba ciega, caminé hasta el mercado y de regreso. Por esas calles podría o no encontrar a quien el azar me pusiera enfrente, a algún cariño de otros tiempos, un familiar al que tienes siete años de no ver y no es familia, ese invento del patriarcado al que decidiste nombrar el amor de tu vida. 

Entretanto, el ficcional paseo, transición sábado-domingo, concluyó sin hablar con mis fantasmas. Porque el fantasma era yo jalando mi sombra teporocha. Sin brasier ni calzones debajo de la ropa, recién desmaquillada, cargando por tu barrio, casi afuera de tu casa, las bolsas del mandado.