domingo, 15 de mayo de 2016

Teorías idiotas

¡Otra vez a media noche en medio de mis teorías idiotas! Otra vez platicando con tu versión de veintisiete años. Todavía estudio detenidamente todo lo que no te dije. Hoy recordé aquella ocasión que te retraté en uno de los balcones de la cineteca y no creo habértelo comentado pero desde entonces cada que entro a ese lugar miro arriba al lado derecho y pienso en la fotografía y en tu chamarra café. Siempre te molestó que llegara tarde. Por el momento me gustaría hacerte saber que llego puntual a mis citas de trabajo y al psicoanalista. La vida me parece muy distinta a la que solíamos vivir. Siento una insondable nostalgia al reconocer que en algún momento mis teorías idiotas dejaron de parecerte atractivas. Por ejemplo, está la teoría idiota de filmar a mi familia porque sospecho que la abuela Elena va a morir y siento que tras su último aliento desaparecería la mitad de la historia que creo tener, la mitad de la vida que creo haber vivido. Tengo la teoría idiota de haberte perdido demasiado pronto en todos esos domingos que no fuimos al cine después de que yo regresara del pueblo para contarte, oye bribón tuve esta idea de hacer un documental, oye te prometo que no llego tarde, oye te parece si vemos la última de los Cohen, oye creo que tengo miedo, oye hoy mis primos y sobrinos fueron a la tienda. ¿Tú te imaginas que un hijo pida domingo para ir a la tienda? Oye fíjate que mi abuela sigue mal y no quisiera que tanta memoria se disuelva ¿y si hago una película? Oye fíjate que desde hace unos meses me encuentro con asuntos que solían ser nuestros, quizá hoy un poco más.



jueves, 5 de mayo de 2016

Hay que saber que uno muere

Era mar abierto y mayo, era la cama de tantos hasta esa noche que sutilmente descubrí el sentido real de la ausencia. Fue que me pregunté por qué siempre duermo sobre el costado izquierdo y dejo en blanco la otra mitad de la sábana. Pero si no hay nadie aquí, repetía mientras remaba para no naufragar en mi propia tormenta de lágrimas y babas.

Muchas situaciones habían cambiado: reduje la lista de amigos, los amantes eran especie en extinción, el cabello era tan corto como a los doce años, los muros recién pintados, la basura se sacaba todos los días, hubo muebles que fueron regalados y las lecturas se pospusieron cada vez menos. Sin embargo permanecía aquel hedor de encierro, la propia esclavitud más cínica que nunca y la mentira.

La mentira con que crecí, la mentira que día a día inventé para medio vivir en el mundo, el trabajo mentira, el logro mentira, el amor mentira, todo aquello. Qué haré con toda esta mentira además de llorar, murmuré. Si la verdad, por el contrario, vive en la falta, en las omisiones cotidianas, en la exactitud con que el guión tan bien aprendido se ejecuta.

Me vi morir entonces, estoy segura y fue fugaz. Repetí a secas este es el yo que muere, con su brutal mentira y su aún no nombrada verdad. Mientras tanto acometieron llantos mayores, olas más altas. Sin recuperar del todo la conciencia me recosté de nuevo, apagué las últimas luces y pensamientos sin articular esperanza alguna porque de la mentira no debe esperarse nada.