miércoles, 28 de abril de 2010

La flor y el llanto

Nuestra muerte llegó tarde, bebió lo que quedaba de los ojos
y quedaron secos, con el hedor de las noticias del último momento
tomó el par de piernas, las sacudió con desprecio
jaló sus hilos para hacerlas bailar
con esa angustia que carcome un sueño
cuando ya llegan las seis de la mañana
y apenas se improvisa su final
sin tiempo para los detalles sabios,
sin el candor mínimo que divide al orgullo del amor
sopló las manos hasta helarlas
con empeño para hacerme creer que no vendrán las tuyas
a entibiar la madrugada.
Hizo con el corazón un barco y se burló de su naufragio
porque el papel se consume rápido puesto al fuego
y yo sé que en el fondo pensarás, Lucía
que la muerte es siempre la única justicia al crimen de la vida
sin embargo ahora te da por repasarnos
parte por parte, recuerdo por noche y recuerdo
cómo éramos entonces
sin esta indigna sepultura que trae consigo el olvido y la distancia.

martes, 20 de abril de 2010

Autorretrato

la importancia
de llamarse
Lucía



Esta imagen hace tercia con las fotografías que acompañan las entradas 4. Temer-morir y Alto contraste. Con su publicación finalizo el tríptico de autorretratos tomados en abril de 2005 -Xochimilco, Ciudad de México.

La técnica es simple, hace unos meses rescaté algunos negativos que posteriormente digitalicé y retoqué en el fototaller. Sin embargo este último sólo fue manipulado en niveles, contraste y desaturación. La fotografía en sí es un accidente, una toma doble de la cual me enteré que había salido así cuando me entregaron la película revelada.

De alguna manera, estos tres estadíos involucran mi obsesión por la huella y la permanencia, el documento histórico y la memoria viva. He habitado estas imágenes a lo largo de cinco años y precisamente me propuse exhibirlas para dejar-ser aquellas cosas que son y no parte de mí ahora.

Es grata la perspectiva ganada con el tiempo, por poco que sea. No fue en vano escribir para mis retratos títulos tan evidentes; permanezco al centro de la espiral de agua -como en un sueño viejo- ahí estoy en ese ojo, sin mojarme.

lunes, 19 de abril de 2010

4. Temer-morir

Los miro yendo de compras, abarrotando los almacenes, adquiriendo un coche, luego un condominio. Entregando sus pocos ahorros a cambio de un enganche, embaucados con sus créditos, angustiados por tener más de lo que pueden tener y en el fondo más de lo que se merecen.

Los escucho. Gritando desparpajados intentando articular crítica certera contra el sistema que les falló, que no les da respuesta. Haciendo filas y trámites, conservando su pulcra imagen tan venida al nuevo siglo, des-articulada.

Algunos desempeñan oficios sencillos, otros desarrollan con orgullo su flamante profesión avalada por título universitario, los que ya ni eso se conforman con llegar a casa para encender el noticiario de las diez, el cual les manifiesta un mundo de cabeza pero igualmente habitable.

Son ellos. Somos nosotros. Y yo…

Tendida al silencio comprendo que algún día tendría que lucir otra, de voz más pastosa, de ideas más precavidas, de etiqueta políticamente correcta, de doce deseos a las doce campanadas, estable, cuerda, de pie.

En silencio se recrean varias figuras que guardan la reminiscencia del breve pasado, me digo que aquello es irónicamente aburrido.

Y regreso a verlos, van de paso y llevan prisa, hacen como que sienten y no sé si sienten abordan engolosinados cualquier problemática –vaya, ellos son doctos en la cosa del sexenio que viene, en la devaluación de la moneda, en el desarme nuclear-; son volubles porque a veces no pueden aproximarse con estrategias más sólidas a su árida realidad.

Me desbarato.

Pongo en palabras varias notas, cientos de ellas, hago las mismas llamadas y todos los días tomo la misma toalla para bañarme. Salgo a librar la idea patética de lucha armada en mi cabeza para subrayar que no hay resquicio de indiferencia aunque mis (sus, las) causas caduquen y caigan sin remedio como jacarandas en plena primavera.

Resumidas cuentas, éstas serían las razones que hacen de la vida un estado de permanencia válido. ¿Y nada más?

Luego las cifras, las chingadas cifras. Luego los afectos, con consecuencias inevitables siempre, los afectos.

Cada uno se dedica simplemente a salvar su propio pellejo, pero la vida se me desborda como un arrecife de corales filosos por el cual es difícil transitar. Arriba, en la superficie vienen unos a querer asustarme un poco, a tratar convencerme que debo sentir angustia por la debacle. No es cierto.

Las imágenes eternas se me resbalan, se hacen constantes sólo en la contemplación y sin sacrificio puedo pensar que estos años con los que cuento no me acompañarán ni un siglo, ni un mañana.

La sublimación, el acto ultimo de contemplarnos frente al espejo, deja ver sin cóncavo-convexo todo, sin fe ni gramaje de progreso, esta breve parcialidad. En el fondo eso sí asusta un poco, pero las consecuencias son inevitables, lo mío deja de tener dueño, los sueños van llenándose de polvo al pasar el tiempo, sobre el estante.

No me redimo, sin embargo, a ser un esclavo satisfecho. No puedo. Mi vida podría ser similar a una plática de café y si así fuera no encuentro mayor incognita que resolverla con palabras dulces y ciertas, de matiz flexible para la tragedia, haciendo eco entre la madera y los muros del salón.

Tengo sed y la arrastro. Tengo sed de esta plática donde por fin me he encontrado mortal.

En los diarios de la mañana dejé el número fatal de veinte mil muertes y ahora siento sed de veintemil fantasmas que no regresan de ningún mictlán; más bien están aquí, conmigo, todos. Repartiéndose la justicia que no les será clamada y la vida que no les será devuelta.

Puedo morir, pienso, así como ellos, como moriremos todos horas o minutos antes… décadas después.

Reflexión

Juguemos a que existe alguna manera de atravesar el espejo;
juguemos a que el cristal se hace blando como si fuera una gasa
de forma que pudiéramos pasar a través.
¿Pero, cómo?
¡Si parece que se está empañando ahora mismo
y convirtiéndose en una especie de niebla!
LEWIS CARROL

domingo, 11 de abril de 2010

jueves, 8 de abril de 2010

Sueño con serpientes

...la mato y aparece otra mayor.

Viridiana (1a parte)

La semana pasada sin proponérmelo del todo andaba al noroeste de Puebla, en la región de los frutales, según tengo entendido, de los pahuas; el silencio ahí es todo un evento, cualquier descripción que yo enuncie estará reducida al lirismo porque conozco apenas el nombre del lugar y su mutismo. Se mece al calor del medio día entre la ropa de manta y los senos de las mujeres que amamantan a sus hijos a la vista del viento en triple alianza, totonaco, otomí, azteca… moebio. Luego baja, sediento de licor, seco igual que los ojos ancianos que se reúnen en las cantinas, con los niños ahí, al alcance de la fortuna y dignidad con las que solventan la frase este día también se irá.

Y francamente uno no sabe qué hacer con el silencio, sobre todo cuando la costumbre de pelearse con los ronquidos de las ciudades congestionadas dictan en marcador uno a cero, favor ellas, siempre.

Total que ahí estaba yo haciendo malabares con los sonidos y con Jesús cuando apareció una damita de voz grave y ojos almendrados. Ellos intercambiaron palabras con ese tono habitual que desconcierta al tercer elemento de cualquier triángulo en el que previamente dos aristas ya han compartido lo que sea y el tercero apenas viene como a querer integrarse.

De niña mi abuela me dejó claro que en los pueblos ese trazado del triángulo, el logro de la alianza, lleva tiempo. También lleva tiempo conocer el nombre del Otro porque no es cuestión de preguntar, es más valiosa la práctica de encontrar. Después de un rato encontré un nombre: Viridiana.

Me contó que tenía once años y que le gustaba mucho la idea de ir a las albercas con Pedro y Potter otra vez. Caminaba, callada. Parecía que su sombra de tres de la tarde arrastraba con facilidad el cuerpo, menudo, del color del tabaco tostado. Jesús iba delante de nosotras, en sus asuntos.

Eran pocas las palabras que Viridiana había soltado, dueña de sí, completamente convencida de su andar por el asfalto caliente, con sus sandalias de hule rosa, su pantalón azul y blusa blanco con negro. De un ejemplo envuelto en la precisión para hacerme entender de ella aquello que yo debía entender. La risa quieta, ella.

Fue y vino un par de veces porque quería ir a las albercas, debía preparar el viaje. Cuando por fin regresó con su mochilita rosa, los amates y una reja cubierta de tela de la cual colgaban aretes que vendería más tarde; permaneció con nosotros un tanto impaciente a la salida de un café. El sol pegaba de frente, burlándose de mis sudores y gestos. Ella en cambio, no bajaba el equipaje ni la espalda, nunca la vi encorvada y aquello me hizo pensarla como una linda bailarina de huapango, en su tierra, elevada.

Le pedí que me dejara hacerle una trenza. Y me dijo que sí.

Traía el cabello tibio y denso, sin cabos sueltos; un claro de noche donde aterrizan libélulas y salamandras, también grillos para cantar. Tejí. Tomé una liga, até el peinado y la confianza.

El cuadro me pareció bello, hasta Jesús se acercó a trenzar el ánimo y para su modo… eso no sucede con frecuencia.

Pero vino la fatalidad. En algún momento Viridiana comentó que no tenía bañador que llevar a las albercas y se me hizo fácil sugerir que cortara su pantalón. Lo dije en tono de broma y lo dije también pensando en un pantalón recortado que uso en verano. Error.

Llegamos a las albercas y le pidió a Jesús su navaja para cortar la tela. Le pregunté a Viridiana si cortaría su pantalón, como no dando crédito, en realidad ya venía calculando que mi sugerencia ahí había sido una soberana estupidez. Y doblemente estúpida porque ella se había tomado la molestia de llevar otro pantalón, para cortarlo.

Si yo hubiera regresado con el pantalón cortado, a los nueve, cuando mi madre se las ingeniaba para mantenernos sanos con un paquete de donas-bimbo y leche o cuando buscaba suéteres en los saldos para abrigarnos en invierno, me habría puesto una tunda, así de simple y no tanto por el pantalón como por hacerle caso a una completa desconocida. Ya escucho a mi madre: -¿y qué, si aquélla te dice que te cortes el dedo, te lo cortas?

No quería eso para Viridiana, el asunto se me había salido de las manos.

Jesús es más sabio. Sacó la navaja y me dijo si le ayudaba a Viridiana. Mi hipótesis es que él ya sabía el atolladero que podía armarse y buscó la forma de hacerme responsable a mí y no a la niña; fue también la fórmula que tuvo para preguntarme ¿te das cuenta?

Claro que me había dado cuenta, desde la pedidera de la navaja. Me gusta entenderme así con Jesús, a veces ni con miradas. De hecho, me gustó mucho que pusiera la navaja en mis manos pidiéndome ayuda para Viridiana, diciéndome sin decirme –resuélvelo.

La primera opción fue prestarle a la niña la falda que llevaba puesta, la podría mojar sin apuro y meterse al agua con ella. Pero después pensé que una falda tampoco le iba a servir para sumergirse. Viridiana ya la había aceptado, un tanto más relajada, lo cual me dejó ver que ella no quiso nunca cortar su pantalón.

Yo traía las mejillas reventadas de vergüenza, conmigo. Sentí que ahí en los frutales nadie se anda preguntando si las cosas sirven para tal o cual cosa; todo se usa, todo se comparte. Era muy pendejo de mi parte pensar que una falda no se usa para nadar. Por qué no, me repetía con los labios apretados, pero mi preocupación más clara era saber que Viridiana no pudiera divertirse, pasar un rato feliz.

Bonita forma esa que nos enseñan de este otro lado, hay un puñetero atuendo para estar alegre, un puñetero traje de baño, una puñetera vida llena de estereotipos inservibles para lo más fundamental.

Estábamos ella y yo negociando la falda, Jesús se ocupaba de otras cosas. Arriba, en la tienda de las albercas vi algunas telas de colores. Le pedí a Viridiana que me acompañara y encontramos un fabuloso short y una camiseta. No le dije a Jesús nada porque él habría querido pagarlos y finalmente el asunto yo me lo había adjuntado exclusivamente como propio, un acertijo personal con muchas trampas. Sabía que remediar la tarde comprando las prendas tampoco era la solución ideal. Sin embargo Viridiana podría disfrutar su sábado de gloria como los demás niños, cómoda y contenta.

Algo anda mal con las ideas que heredamos del mundo, pensé. Viridiana se fue a cambiar sin dudarlo con su risa quieta. Pedí cervezas para Jesús y Potter, el agua más tarde se antojaba helada, deliciosa.

lunes, 5 de abril de 2010

Reconstrucción o breve repaso sobre la condena (5a y última parte)

Nota:
Tardé bastante en subir la última parte de este ensayo. Marzo se robó bastante espacio de mi bitácora para expresar algunos cabos sueltos sobre la incertidumbre y el deseo, también sobre el amor. Prometería mentiras si afirmo que abril será toda conciencia por estos lares. Lo dudo bastante, el calor atolondra las neuronas y más allá de todo, el caos se antoja apocalíptico en estos días, todo es intelectualidad, falsa revolución, cifras de ejecuciones a sangre fría in-crescendo y un montón de cosas que me aterra tratar de articular aquí.

Quien frecuente esta maraña de escribajos sabe que la-situa nos tiene rebasados a muchos y con las manos muy ocupadas (eso espero) a otros; sin embargo quedaban pendientes las notas sobre el cine de paranoia y quiero postearlas como la pequeña triquiñuela de prolongar la reflexión sobre las instituciones y su fracaso; la familia ha fracasado, el progreso también, ¿qué falta pues para hacer camino en un sistema caduco, el cual está batido de sangre peor que rastro o bistecería?

Sin propuestas esta ocasión, cosa que me incomoda bastante. Todo por decir, todo por quejarse pero lejana todavía de decir que las cosas van a solucionarse de tal o cual forma. No, tampoco es valemadrismo, es amplia duda. Elegí El locatario para esta reconstrucción o breve repaso sobre la condena, con esta película termino por exponer mis dudas sin quitar el dedo del renglón porque sé que antes de la muerte estarán planteadas más dudas pero también algunas respuestas. Si usted tiene alguna sugerencia a modo de conclusión, no olvide pasar a escupir sin salpicar.

La desventaja de ser el vecino incómodo
Es Roman Polanski quien ilustra dicha postura en otro caso paranoide: el de El inquilino, muestra única y veraz que la represión más cercana, al margen la tecnología, radica en el seno familiar. Le Locataire, 1976, es el ejemplo más cercano para concluir que el objeto perseguidor del paranoide proviene, en la mayoría de los casos, del mundo exterior del individuo, aunque a penas se manifieste y sea contrapunto para el sujeto, pueda ser razón suficiente para desencadenar entimientos persecutorios.

El inquilino, encerrado en la característica vivienda asfixiante del mundo posmoderno, al igual que Lowry y Cohen, desata el sentimiento de culpa por la muerte de la mujer por quien más tarde habrá de delirar que es ella padeciendo su mismo final trágico: el suicidio.

El retrato de lo paranoico en lo cinematográfico irá ligado mientras la conciencia del sujeto tenga espacio, entre el tumulto de su acontecer diario, para hacer un alto a favor de sí mismo. De otra forma la condena para la sociedad es clara y enunciada por tres actores de los muchos que podrían estar en sus zapatos. Sólo la redención, equivalente a la rebelión más emancipadora, logrará hacer volver al humano a lo humano lejos del miedo, ahí donde está el sufrimiento, donde ni la fantasía salva al mundo.

Cuerpos

Cuerpos,
hay que abolir el tiempo,
regresar a la esfera.
Sólo el círculo salva
y no hay sino la urdimbre fantasmal
de los regresos y los viajes,
las huidas.

Se huye.
Uno se vuelve sombra fatigada
y se disloca,
se cuartea la huesumbre,
el alma se acongoja y pierde su condición
de almario
donde las penas y el amor que se extravió hace mucho
custodian su vigilia permanente
a la espera del sueño,
del regreso corporeo de lo ido.

Sombra ya
como caída y yerta,
como bajado de campana que suena y suena
sin sonido alguno
como camión destartalado y sin siquiera
pasaje funeral a los olvidos.
Sombra que ya perdió su propia sombra
en la búsqueda atroz de tantas sombras
-memoria fantasmal,
fantasmas al acecho
y en fuga circular hacia la nada.
MAX ROJAS