Soy la primera en despertar en una cama para dos que es compartida además del partenaire con un gato. Bueno, es una gatita negra. Son las 7:45 y decido no juzgarme por mi nula capacidad de iniciar el día temprano. Hay personas que a esa hora ya hicieron desayuno y yoga, yo a esa hora quiero morir. Estoy segura de poder asumir esa responsabilidad: morir. Lo estoy doblemente porque E anoche me tranquilizaba. Si pasa algo de veras grave puedo contar con él, asegura. Entonces la mañana nos echó encima luces bellas. Desperté a E para que no perdiera la cita con la dentista. Fui en modo zombie a la cocina para darle comida a la gata. Le miré esa carita de ternura y sabotaje y me así con ese gesto a la idea de una familia. Estos tres que somos, pensé. Improbable regresar a la cama. Emma va más guapo cada día al trabajo, terminó de despertarme con besos suaves y abrazos. No hay tiempo para desayuno juntos, sé que mi deber más inmediato es llevarme arrastras de a la regadera. Pero la dentista cancela; Emmanuel me ha avisado desde la cocina. Medio minuto después llega a la cama nuevamente. Son las 8:45 de una mañana nublada de mayo, la gata pasea en la sala. Nos metemos debajo del edredón para acariciarnos con confianza y gozo, el mundo afuera.
Soy irremediablemente feliz.