A veces me gusta pensar que la gente se sienta a escribir cartas y corre con prisa a buscar sellos postales y timbres; también imagino que en otro particular lugar del mundo los destinatarios abren los sobres, me gusta pensar qué noticias leen amantes, piratas, astronautas, cabos de la milicia, contadores públicos; me gusta pensar en la correspondencia.
Pierdo mucho tiempo en imaginar cosas que no debo, soy muy necia para visualizar a las personas felices, entregadas a sus oficios, a sus bordados y cosechas, a sus diseños virtuales, hermenéuticas y aerodinámicas. Suelo desviar la atención y la fé, haciendo todo tipo de elaboraciones intelectuales para suponer que hay personas interesadas en preparar café y compartirlo en la cama muy temprano con otra gente que quizá ni conozca pero crea su igual. Repaso si otros seres humanos se dan los buenos días, las buenas noches, el buen camino.
A veces hasta pienso en ese camarada que practicaba el oficio de recitar poesía de puerta en puerta y por encargo.
Me pregunto si los demás aman, vaya, si realmente es posible o es mejor idea quedarse con la premisa del invento en el siglo nueve, me pregunto si en algún lugar no importa qué tan remoto, dos seres no piensan sino en encontrarse para pellizcarse los cachetes, para comerse la luna, para ponerse tan borrachos que no sea posible articular idea coherente. Pienso si dos o tres o cinco o diez personas tienen por urgencia besarse, humedecerse, hacerse el amor como si fuera el fin del puto mundo.
Supongo que no. No hay urgencia por entregar recaditos a la secretaria, ni sorpresas de ocasión, ni espaldas desnudas leyéndose los poros.
El correo electrónico me manda algún anuncio de aerolíneas que no voy a ocupar, la mañana toca su sinfonía de cotidianos y sin sabores, las mentiras con que habremos de mirarnos las caras caen casi por encargo. Miro llegar el invierno con más simples y más honestos melodramas.
Felices días Benetton. UNHATE.
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