A estas horas el cielo va dejando de ser, extraigo las frases de la últimas conversaciones y todas se revuelven como haciendo torbellino, quisiera atrapar esas ideas, me recuerdo el aleteo de las mariposas. El siguiente cigarro aguarda antes de consumirme, el aire es artificial y la piel guarda un ardor de olvido, de despedida, del trayecto que separa a las ciudades mientras inútilmente el corazón se acostumbra a su óxido y pierde ya las últimas luces que explicaban su condición.
Y en el fondo no tiene por qué habituarse, ése no es su estado natural, malaprendió, malinterpretó, fue confuso su ejercicio hermenéutico. En un extremo construye castillos de naipes, los sopla y los ve caer; en otro extremo quiere abrir puertas y van perdiendo forma sus puños de sacudirse con violencia innecesaria, golpeando cariños y otras soledades.
No quedan viajes largos, ni trayectos inhóspitos, ni lodo para caerse, apenas un poco de presente aferrándose a la búsqueda de un sueño que haga del mundo un lugar mejor, y en ese punto tengo la impresión de estar frente al sinuoso panorama que regalan las barrancas, sin saltos cuánticos, pensando.
Y cuánto quisiera al momento sujetar este pequeño oasis de verdad, apretar una mano con dulzura, volver al sitio donde -digamos- las malas lecciones se acumularon. Sonreir y defender la tierra guardando los machetes y otras armas donde el filo muerda el ahora, donde nada se olvidé y quizá sólo se disuelva.
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