Este post está pintado con colores cálidos del jardín creativo y honra la memoria de los verdugos que se hicieron maestros. Honra la memoria también del extraño detrás del mingitorio duchamp y los marakames involuntarios. Celebra el presente y la vida con sus colores de jaqui. Trae olor de piel vagabunda, sucia de tiempo; da la bienvenida a las hermanas que llegaron de la isla y la bendita presencia de otras mujeres en mi vida.
Pienso mucho en vos, compañero.
Era costumbre cortar ligeramente al chivo detrás de la oreja, no dejar que se desangrara, sólo una herida que permitiera llenar el pocillo de sangre fresca. Luego se bebía y uno esperaba en la contemplación las primeras modificaciones de la experiencia sensorial. La mente salía del encierro, el cuerpo se abría, sudaba las primeras desilusiones. El desierto estaba ahí para recordarte quién eres.
El dolor físico te reconstruye, trae memoria de todas las cosas que nunca te atreviste a hacer, a plantear o soñar. Si alguien te encañonara ahora, en este mismo instante, tu cerebro detonaría placebos con contenidos latentes similares, pensarías que es necesario volver a empezar; pero esto constituye una ilusión. El dolor materializa esta experiencia con su deformación de los sentidos.
El regreso se mira muy otro.
Los acuerdos vuelven acordarse, entonces comprendes por qué debes alejarte de algunas tierras, la espera de lo esteril termina. El espíritu llega a un nuevo centro donde no se permite que allá cualquiera venga a domesticarle.
Se miran con extrañeza las constantes formas que uno guardaba consigo mismo, por un momento es posible extrañar una última vez el castigo, la vigilancia, la autocensura, la poca dignidad que debiste abrazar aquel invierno mientras alguien te corría de su vida. Pero sabes que nunca más será necesario volver a aquello. El dolor real ha suplantado ese recuerdo.
La sangre cobra sabores dulzones.
El oasis más cercano está a dos días de trayecto. Para sobrevivirle al desierto uno aprende a dar pasos de piedra y polvo.