Una temporada de estocadas creativas me ha imposibilitado escribir por acá. ¿Por qué? No pregunten. Simplemente habito la sensación de tener tapado el cerebro. Nada alcanza para ese momento genial en el que "¡uf por fin, nos habías abandonado!". Adjudiquemos el problema al exceso de tiempo perdido en redes sociales.
Tal evento guarda similitud con la fotografía. Recuerdo que en verano le reproché a Efraín haber abandonado la foto, simplemente dejó de sorprendernos con sus bonitas tomas. Y me dijo "no quiero ver, ¿sabes?".
Pues cada quien, pensé.
Al paso de los meses esa escena me ha alcanzado, me declaro poco estimulada a mirar, enfocar, disparar. Vaya, encontrarme por ahí la nueva y monumental serie fotográfica de la actual, o más reciente ex de algún puto ex, me bloquea más y me deprime.
De pronto miro cómo me he amañado para esconder la crisis.
Prácticamente toda la semana pasada estuve en el malviaje de visualizar al amor como esa hoguera creativa de la cual se desprenden las verdaderas genialidades que una persona enamorada puede producir. Y eso ya es muy cursi, también doloroso.
Me decidí a escribir nuevamente un post, después de tantos días, pues me encomendaron la tarea de reseñar el nuevo libro de Ayala Blanco para la revista Montajes. Tengo tres meses para entregar un mínimo de ¿tres mil golpes?
No sé qué haré, no sé si pueda, no sé si entregue un texto publicable, pero es necesario teclear lo que sea, aunque mañana no sepa donde esconder esta nota, como muchas otras.
También decidí escribir para hacer consuelo, ya que los momentos de resguardarse bajo la cobija térmica son más eventuales que el paso del cometa Halley y un día de estos el hastío encenderá sus propios fuegos artificiales.
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