Solíamos corretear sombras e inventarnos recuerdos del otro lado del mundo, en ese angosto presente donde existimos.
Nos amábamos de mañana como dos desconocidos. Con mucho valor, él destapaba galones enteros de gasolina, rociaba un poco por la memoria, otro tanto por el dolor; grandes dosis por el pasado y más sobre nuestra risita triste de siempre.
En tanto yo corría a la cocina por aquella caja de cerillos y llegaba puntual a la habitación renunciando a cada futuro de nunca.
Luego nos decíamos adiós en el momento justo que todo se incendiaba.
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