Los viajes necesitan ser profundos, un poquito aunque sea. Aquellos paseos que se emprenden por algún quehacer o diligencia no cuentan. No me son suficiente.
Pero entonces soñaba que alguien me invitaba a viajar, o que literalmente te aparecías por mi casa con muchas semillas y un itacate de jitomates para decirme: “¿y vos te acuerdas de ese sueño loco? Pues vámonos o qué”.
Y no sucedió. Aquella distopía de voltear a todas partes y solo ver jitomates gigantes sobre una plasta de azules sinceros se fue pasando de madurito. Hasta que murió.
Luego vinieron rencores y desencuentros. Tragedias comunes.
Me asomaba de cuando en vez al calendario que ya iba palideciendo, casi no hablaba. Sufría fuertes temblores de hojas y para hacerse el moribundo se le fueron arrancando los días con la desazón de no volverte a mirar.
Mirar de veras, con el nombre entero.
Ya no pasó.
Abril llegó con quemaduras de tercer grado. La piel ardía y el espíritu más. Las peleas por las plantas marchitaron toda intención a la redonda, la última primavera conocida. Yo, por ejemplo, quemé mi casa, con los libros adentro y el amor de tantos años.
Es tiempo en que puedo afirmar que tanta payasada no es para mí. A estas alturas a duras penas me entiendo con la soledad y los desconocidos.
Con otros rotos, otros nómadas, otros sordos. Siempre los otros.
Los otros perdidos y sus respectivas pérdidas y descolores, que te plantan en costado del cuerpo cierto desasosiego mayor:
volver a vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario