Era mar abierto y mayo, era la cama de tantos hasta esa noche que sutilmente descubrí el sentido real de la ausencia. Fue que me pregunté por qué siempre duermo sobre el costado izquierdo y dejo en blanco la otra mitad de la sábana. Pero si no hay nadie aquí, repetía mientras remaba para no naufragar en mi propia tormenta de lágrimas y babas.
Muchas situaciones habían cambiado: reduje la lista de amigos, los amantes eran especie en extinción, el cabello era tan corto como a los doce años, los muros recién pintados, la basura se sacaba todos los días, hubo muebles que fueron regalados y las lecturas se pospusieron cada vez menos. Sin embargo permanecía aquel hedor de encierro, la propia esclavitud más cínica que nunca y la mentira.
La mentira con que crecí, la mentira que día a día inventé para medio vivir en el mundo, el trabajo mentira, el logro mentira, el amor mentira, todo aquello. Qué haré con toda esta mentira además de llorar, murmuré. Si la verdad, por el contrario, vive en la falta, en las omisiones cotidianas, en la exactitud con que el guión tan bien aprendido se ejecuta.
Me vi morir entonces, estoy segura y fue fugaz. Repetí a secas este es el yo que muere, con su brutal mentira y su aún no nombrada verdad. Mientras tanto acometieron llantos mayores, olas más altas. Sin recuperar del todo la conciencia me recosté de nuevo, apagué las últimas luces y pensamientos sin articular esperanza alguna porque de la mentira no debe esperarse nada.
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