Podemos recordar incluso aquello que no vivimos: una guerra, un motín, la aparición de la minifalda o las maneras de ser y de pensar de otros tiempos. Sucesos en los que no estuvimos presentes, momentos a los que no asistimos, pero en los que sí estuvo y a los que sí asistió, esa entidad que llamamos sociedad. La sociedad es el cúmulo de sucesos, de momentos; en fin, de recuerdos que no todos nos pertenecen, porque somos nosotros, más cortos y efímeros, los que pertenecemos a ellos.
Toda sociedad está hecha de recuerdos. Pero sus recuerdos no son para nada una serie de datos, ni un conjunto de hechos, ni una colección de nombres o eventos: no son información. Son la vida misma depositada en las cosas; concretamente en dos:
lugares y fechas.
Las fechas: cada sociedad fija sus experiencias significativas en el tiempo, las guarda en días, años o siglos. Las fechas son el itinerario de lo memorable, el retorno cíclico de lo importante: el nacimiento de una criatura, el primer beso de una pareja, el terremoto de 1985 o la primavera de 68. Son acontecimientos fechados, precisamente porque son importantes y porque lo importante es aquello que no pasa, sino que se queda. Las efemérides, los aniversarios y demás festejos son, en rigor, la constatación de que el pasado no ha pasado.
Los lugares: siempre están los lugares. Por lugar se entiende la ciudad entera, con sus plazas, cafés, casas, parques y templos. Cualquier recuerdo está metido en un lugar: la calle donde se jugaba, las casa donde sucedió aquel accidente, la esquina donde se topó con el vecino, etcétera. Los lugares tienen memoria; es decir, contienen los recuerdos de la sociedad que los habita y los mantiene vigentes; el humor del virreinato, los ánimos de la Independencia, el fiebre de la Revolución. El montón de tiempo que son no se encuentran en los libros de la SEP, sino en la traza de la ciudad, en el Zócalo, en el Paseo de la Reforma, en cada una de las colonias y arquitecturas, y en todas las demoliciones y reedificaciones, y pase lo que pase, es decir aunque pase todo lo que pasa, ese humor, aquellos ánimos y aquella fiebre siguen ahí, a la espera de ser reavivados.
Y es que, es paradójico en verdad, pero cuanto más presente está el pasado, más recóndito se vuelve. Las experiencias depositadas en las fechas y los lugares, de tan de siempre y de diario, se obvian, se olvidan, como se olvida que una mesa está llena de polvo. Así, pues, uno puede ponerse a recordar sus propias experiencias, lo cual, bien visto, no da para mucho. Pero también uno puede hundirse en la memoria de la sociedad a la que pertenece, ponerse a recordar los recuerdos de esa sociedad, conocer su historia, recorrer sus lugares y profundizar en aquello que guardan; lo cual, otra vez bien visto, no sólo da para mucho, sino que da para que la vida se vuelva importante, mucho más interesante porque es compartida y donde no cabe, por cierto, la porquería de festejo empresarial y publicitario
bautizado como Bicentenario.
VERÓNICA URZÚA
Toda sociedad está hecha de recuerdos. Pero sus recuerdos no son para nada una serie de datos, ni un conjunto de hechos, ni una colección de nombres o eventos: no son información. Son la vida misma depositada en las cosas; concretamente en dos:
lugares y fechas.
Las fechas: cada sociedad fija sus experiencias significativas en el tiempo, las guarda en días, años o siglos. Las fechas son el itinerario de lo memorable, el retorno cíclico de lo importante: el nacimiento de una criatura, el primer beso de una pareja, el terremoto de 1985 o la primavera de 68. Son acontecimientos fechados, precisamente porque son importantes y porque lo importante es aquello que no pasa, sino que se queda. Las efemérides, los aniversarios y demás festejos son, en rigor, la constatación de que el pasado no ha pasado.
Los lugares: siempre están los lugares. Por lugar se entiende la ciudad entera, con sus plazas, cafés, casas, parques y templos. Cualquier recuerdo está metido en un lugar: la calle donde se jugaba, las casa donde sucedió aquel accidente, la esquina donde se topó con el vecino, etcétera. Los lugares tienen memoria; es decir, contienen los recuerdos de la sociedad que los habita y los mantiene vigentes; el humor del virreinato, los ánimos de la Independencia, el fiebre de la Revolución. El montón de tiempo que son no se encuentran en los libros de la SEP, sino en la traza de la ciudad, en el Zócalo, en el Paseo de la Reforma, en cada una de las colonias y arquitecturas, y en todas las demoliciones y reedificaciones, y pase lo que pase, es decir aunque pase todo lo que pasa, ese humor, aquellos ánimos y aquella fiebre siguen ahí, a la espera de ser reavivados.
Y es que, es paradójico en verdad, pero cuanto más presente está el pasado, más recóndito se vuelve. Las experiencias depositadas en las fechas y los lugares, de tan de siempre y de diario, se obvian, se olvidan, como se olvida que una mesa está llena de polvo. Así, pues, uno puede ponerse a recordar sus propias experiencias, lo cual, bien visto, no da para mucho. Pero también uno puede hundirse en la memoria de la sociedad a la que pertenece, ponerse a recordar los recuerdos de esa sociedad, conocer su historia, recorrer sus lugares y profundizar en aquello que guardan; lo cual, otra vez bien visto, no sólo da para mucho, sino que da para que la vida se vuelva importante, mucho más interesante porque es compartida y donde no cabe, por cierto, la porquería de festejo empresarial y publicitario
bautizado como Bicentenario.
VERÓNICA URZÚA
Y se agradece tu visión panóptica que cita la fecha, el lugar y el acto/efecto de recordar, que a final de cuentas sigue apuntalando la bitácora de tu historia.
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