miércoles, 17 de agosto de 2011

El libro del mundo

-Tienes que visualizar un platillo que en verdad te apetezca. ¿Estás lista? Bien, te doy diez minutos, máximo.

La salida del laberinto estaba cerca, por alguna razón ya no quería dejarlo, anduve de nueva cuenta por los jardines y miré de cerca a dos que se decían cosas tirados en el pasto. Él insistía en hacerla feliz, a saber el modo; ella a menudo se arrancaba las costras pero igual parecían hermosos bajo esa escena de pasto fosforescente y tarde de primavera.

La revolución no había triunfado y qué importaba, el viejo teletransmisor seguía dictando su mensaje: la guerra está perdida, la guerra está perdida.

-Quiero que me dediquen un poema.
-Primero debes comprender que la guerra está perdida.

Era cierto, a veces extrañaba las palabras y sus desperdicios y aún mejor, los remedos de lenguaje dispuestos, siempre. Y no bastaba. Lo demás era ruido de faxes, teléfonos sonando, vibradores y compras compulsivas en día de pago. Lo demás eran máquinas de aire acondicionado, dedos tecleando, destellos de módem, on-off. Lo demás éramos nosotros buscando mejores maneras de medir el tiempo.

-¿Estás aburrida?

Le dije que no, podría responderle que no a esa pregunta un millón de veces. El tiempo iba en otro orden, las estrellas avanzaban enfermas; yo siempre dije que el amor había de hacerse como si dos estrellas estuvieran conspirando volar el universo entero ellas solitas. Quizá la luna era clave porque alumbraba y no permitía dormir.

Contaba también la mala música de los vecinos, contaban los alimentos en el refri, marchitándose de a poco. Contaba querer estar ahí, carajo.

Visualicé quesadillas, era lo que más me apetecía cenar. Los muros de esa última región eran blandos y oscuros, temerariamente oscuros, como de genitales o como de placenta o fractal, no sé. El chiste era alzar los brazos, recargarse, notar la humedad hasta bien abajo, dejar atrás la ciudad, el laberinto entero. Cerrar los ojos, morir un rato.

No hay comentarios:

Publicar un comentario