Los miro yendo de compras, abarrotando los almacenes, adquiriendo un coche, luego un condominio. Entregando sus pocos ahorros a cambio de un enganche, embaucados con sus créditos, angustiados por tener más de lo que pueden tener y en el fondo más de lo que se merecen.
Los escucho. Gritando desparpajados intentando articular crítica certera contra el sistema que les falló, que no les da respuesta. Haciendo filas y trámites, conservando su pulcra imagen tan venida al nuevo siglo, des-articulada.
Algunos desempeñan oficios sencillos, otros desarrollan con orgullo su flamante profesión avalada por título universitario, los que ya ni eso se conforman con llegar a casa para encender el noticiario de las diez, el cual les manifiesta un mundo de cabeza pero igualmente habitable.
Son ellos. Somos nosotros. Y yo…
Tendida al silencio comprendo que algún día tendría que lucir otra, de voz más pastosa, de ideas más precavidas, de etiqueta políticamente correcta, de doce deseos a las doce campanadas, estable, cuerda, de pie.
En silencio se recrean varias figuras que guardan la reminiscencia del breve pasado, me digo que aquello es irónicamente aburrido.
Y regreso a verlos, van de paso y llevan prisa, hacen como que sienten y no sé si sienten abordan engolosinados cualquier problemática –vaya, ellos son doctos en la cosa del sexenio que viene, en la devaluación de la moneda, en el desarme nuclear-; son volubles porque a veces no pueden aproximarse con estrategias más sólidas a su árida realidad.
Me desbarato.
Pongo en palabras varias notas, cientos de ellas, hago las mismas llamadas y todos los días tomo la misma toalla para bañarme. Salgo a librar la idea patética de lucha armada en mi cabeza para subrayar que no hay resquicio de indiferencia aunque mis (sus, las) causas caduquen y caigan sin remedio como jacarandas en plena primavera.
Resumidas cuentas, éstas serían las razones que hacen de la vida un estado de permanencia válido. ¿Y nada más?
Luego las cifras, las chingadas cifras. Luego los afectos, con consecuencias inevitables siempre, los afectos.
Cada uno se dedica simplemente a salvar su propio pellejo, pero la vida se me desborda como un arrecife de corales filosos por el cual es difícil transitar. Arriba, en la superficie vienen unos a querer asustarme un poco, a tratar convencerme que debo sentir angustia por la debacle. No es cierto.
Las imágenes eternas se me resbalan, se hacen constantes sólo en la contemplación y sin sacrificio puedo pensar que estos años con los que cuento no me acompañarán ni un siglo, ni un mañana.
La sublimación, el acto ultimo de contemplarnos frente al espejo, deja ver sin cóncavo-convexo todo, sin fe ni gramaje de progreso, esta breve parcialidad. En el fondo eso sí asusta un poco, pero las consecuencias son inevitables, lo mío deja de tener dueño, los sueños van llenándose de polvo al pasar el tiempo, sobre el estante.
No me redimo, sin embargo, a ser un esclavo satisfecho. No puedo. Mi vida podría ser similar a una plática de café y si así fuera no encuentro mayor incognita que resolverla con palabras dulces y ciertas, de matiz flexible para la tragedia, haciendo eco entre la madera y los muros del salón.
Tengo sed y la arrastro. Tengo sed de esta plática donde por fin me he encontrado mortal.
En los diarios de la mañana dejé el número fatal de veinte mil muertes y ahora siento sed de veintemil fantasmas que no regresan de ningún mictlán; más bien están aquí, conmigo, todos. Repartiéndose la justicia que no les será clamada y la vida que no les será devuelta.
Puedo morir, pienso, así como ellos, como moriremos todos horas o minutos antes… décadas después.
Los escucho. Gritando desparpajados intentando articular crítica certera contra el sistema que les falló, que no les da respuesta. Haciendo filas y trámites, conservando su pulcra imagen tan venida al nuevo siglo, des-articulada.
Algunos desempeñan oficios sencillos, otros desarrollan con orgullo su flamante profesión avalada por título universitario, los que ya ni eso se conforman con llegar a casa para encender el noticiario de las diez, el cual les manifiesta un mundo de cabeza pero igualmente habitable.
Son ellos. Somos nosotros. Y yo…
Tendida al silencio comprendo que algún día tendría que lucir otra, de voz más pastosa, de ideas más precavidas, de etiqueta políticamente correcta, de doce deseos a las doce campanadas, estable, cuerda, de pie.
En silencio se recrean varias figuras que guardan la reminiscencia del breve pasado, me digo que aquello es irónicamente aburrido.
Y regreso a verlos, van de paso y llevan prisa, hacen como que sienten y no sé si sienten abordan engolosinados cualquier problemática –vaya, ellos son doctos en la cosa del sexenio que viene, en la devaluación de la moneda, en el desarme nuclear-; son volubles porque a veces no pueden aproximarse con estrategias más sólidas a su árida realidad.
Me desbarato.
Pongo en palabras varias notas, cientos de ellas, hago las mismas llamadas y todos los días tomo la misma toalla para bañarme. Salgo a librar la idea patética de lucha armada en mi cabeza para subrayar que no hay resquicio de indiferencia aunque mis (sus, las) causas caduquen y caigan sin remedio como jacarandas en plena primavera.
Resumidas cuentas, éstas serían las razones que hacen de la vida un estado de permanencia válido. ¿Y nada más?
Luego las cifras, las chingadas cifras. Luego los afectos, con consecuencias inevitables siempre, los afectos.
Cada uno se dedica simplemente a salvar su propio pellejo, pero la vida se me desborda como un arrecife de corales filosos por el cual es difícil transitar. Arriba, en la superficie vienen unos a querer asustarme un poco, a tratar convencerme que debo sentir angustia por la debacle. No es cierto.
Las imágenes eternas se me resbalan, se hacen constantes sólo en la contemplación y sin sacrificio puedo pensar que estos años con los que cuento no me acompañarán ni un siglo, ni un mañana.
La sublimación, el acto ultimo de contemplarnos frente al espejo, deja ver sin cóncavo-convexo todo, sin fe ni gramaje de progreso, esta breve parcialidad. En el fondo eso sí asusta un poco, pero las consecuencias son inevitables, lo mío deja de tener dueño, los sueños van llenándose de polvo al pasar el tiempo, sobre el estante.
No me redimo, sin embargo, a ser un esclavo satisfecho. No puedo. Mi vida podría ser similar a una plática de café y si así fuera no encuentro mayor incognita que resolverla con palabras dulces y ciertas, de matiz flexible para la tragedia, haciendo eco entre la madera y los muros del salón.
Tengo sed y la arrastro. Tengo sed de esta plática donde por fin me he encontrado mortal.
En los diarios de la mañana dejé el número fatal de veinte mil muertes y ahora siento sed de veintemil fantasmas que no regresan de ningún mictlán; más bien están aquí, conmigo, todos. Repartiéndose la justicia que no les será clamada y la vida que no les será devuelta.
Puedo morir, pienso, así como ellos, como moriremos todos horas o minutos antes… décadas después.
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