Y francamente uno no sabe qué hacer con el silencio, sobre todo cuando la costumbre de pelearse con los ronquidos de las ciudades congestionadas dictan en marcador uno a cero, favor ellas, siempre.
Total que ahí estaba yo haciendo malabares con los sonidos y con Jesús cuando apareció una damita de voz grave y ojos almendrados. Ellos intercambiaron palabras con ese tono habitual que desconcierta al tercer elemento de cualquier triángulo en el que previamente dos aristas ya han compartido lo que sea y el tercero apenas viene como a querer integrarse.
De niña mi abuela me dejó claro que en los pueblos ese trazado del triángulo, el logro de la alianza, lleva tiempo. También lleva tiempo conocer el nombre del Otro porque no es cuestión de preguntar, es más valiosa la práctica de encontrar. Después de un rato encontré un nombre: Viridiana.
Me contó que tenía once años y que le gustaba mucho la idea de ir a las albercas con Pedro y Potter otra vez. Caminaba, callada. Parecía que su sombra de tres de la tarde arrastraba con facilidad el cuerpo, menudo, del color del tabaco tostado. Jesús iba delante de nosotras, en sus asuntos.
Eran pocas las palabras que Viridiana había soltado, dueña de sí, completamente convencida de su andar por el asfalto caliente, con sus sandalias de hule rosa, su pantalón azul y blusa blanco con negro. De un ejemplo envuelto en la precisión para hacerme entender de ella aquello que yo debía entender. La risa quieta, ella.
Fue y vino un par de veces porque quería ir a las albercas, debía preparar el viaje. Cuando por fin regresó con su mochilita rosa, los amates y una reja cubierta de tela de la cual colgaban aretes que vendería más tarde; permaneció con nosotros un tanto impaciente a la salida de un café. El sol pegaba de frente, burlándose de mis sudores y gestos. Ella en cambio, no bajaba el equipaje ni la espalda, nunca la vi encorvada y aquello me hizo pensarla como una linda bailarina de huapango, en su tierra, elevada.
Le pedí que me dejara hacerle una trenza. Y me dijo que sí.
Traía el cabello tibio y denso, sin cabos sueltos; un claro de noche donde aterrizan libélulas y salamandras, también grillos para cantar. Tejí. Tomé una liga, até el peinado y la confianza.
El cuadro me pareció bello, hasta Jesús se acercó a trenzar el ánimo y para su modo… eso no sucede con frecuencia.
Pero vino la fatalidad. En algún momento Viridiana comentó que no tenía bañador que llevar a las albercas y se me hizo fácil sugerir que cortara su pantalón. Lo dije en tono de broma y lo dije también pensando en un pantalón recortado que uso en verano. Error.
Llegamos a las albercas y le pidió a Jesús su navaja para cortar la tela. Le pregunté a Viridiana si cortaría su pantalón, como no dando crédito, en realidad ya venía calculando que mi sugerencia ahí había sido una soberana estupidez. Y doblemente estúpida porque ella se había tomado la molestia de llevar otro pantalón, para cortarlo.
Si yo hubiera regresado con el pantalón cortado, a los nueve, cuando mi madre se las ingeniaba para mantenernos sanos con un paquete de donas-bimbo y leche o cuando buscaba suéteres en los saldos para abrigarnos en invierno, me habría puesto una tunda, así de simple y no tanto por el pantalón como por hacerle caso a una completa desconocida. Ya escucho a mi madre: -¿y qué, si aquélla te dice que te cortes el dedo, te lo cortas?
No quería eso para Viridiana, el asunto se me había salido de las manos.
Jesús es más sabio. Sacó la navaja y me dijo si le ayudaba a Viridiana. Mi hipótesis es que él ya sabía el atolladero que podía armarse y buscó la forma de hacerme responsable a mí y no a la niña; fue también la fórmula que tuvo para preguntarme ¿te das cuenta?
Claro que me había dado cuenta, desde la pedidera de la navaja. Me gusta entenderme así con Jesús, a veces ni con miradas. De hecho, me gustó mucho que pusiera la navaja en mis manos pidiéndome ayuda para Viridiana, diciéndome sin decirme –resuélvelo.
La primera opción fue prestarle a la niña la falda que llevaba puesta, la podría mojar sin apuro y meterse al agua con ella. Pero después pensé que una falda tampoco le iba a servir para sumergirse. Viridiana ya la había aceptado, un tanto más relajada, lo cual me dejó ver que ella no quiso nunca cortar su pantalón.
Yo traía las mejillas reventadas de vergüenza, conmigo. Sentí que ahí en los frutales nadie se anda preguntando si las cosas sirven para tal o cual cosa; todo se usa, todo se comparte. Era muy pendejo de mi parte pensar que una falda no se usa para nadar. Por qué no, me repetía con los labios apretados, pero mi preocupación más clara era saber que Viridiana no pudiera divertirse, pasar un rato feliz.
Bonita forma esa que nos enseñan de este otro lado, hay un puñetero atuendo para estar alegre, un puñetero traje de baño, una puñetera vida llena de estereotipos inservibles para lo más fundamental.
Estábamos ella y yo negociando la falda, Jesús se ocupaba de otras cosas. Arriba, en la tienda de las albercas vi algunas telas de colores. Le pedí a Viridiana que me acompañara y encontramos un fabuloso short y una camiseta. No le dije a Jesús nada porque él habría querido pagarlos y finalmente el asunto yo me lo había adjuntado exclusivamente como propio, un acertijo personal con muchas trampas. Sabía que remediar la tarde comprando las prendas tampoco era la solución ideal. Sin embargo Viridiana podría disfrutar su sábado de gloria como los demás niños, cómoda y contenta.
Algo anda mal con las ideas que heredamos del mundo, pensé. Viridiana se fue a cambiar sin dudarlo con su risa quieta. Pedí cervezas para Jesús y Potter, el agua más tarde se antojaba helada, deliciosa.
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