Quedaba su cuerpo, tirado en la valle y desnudo. Lucía llena de huecos, como si la hubiesen saqueado, reposaba quieta. Era cierto, horas antes se habían marchado los últimos viajeros nuevamente hacia Cuatro caminos, con las manos llenas de gemas en ese azul preciso.
Aquella tarde llovió como nunca en la ciudad, Doña Cleo cerró las ventanas y se mojó las manos. Los perros anduvieron flotando un rato en los charcos porque no hubo nadie que los metiera, la anciana había preferido esperar a Lucía para no mojarse.
Contaban que a esa mujer la habían expulsado del infierno, y cuando eso pasó era de noche, en el trayecto de la vida a la muerte. Debía correr hasta el volcán del perote, entregando su luz a los hombres que tenían deberes nocturnos si el día no les daba abasto. Ésa era su pena, ése era su canto.
A la mañana siguiente trasladarían los restos del monolito al museo nacional, los vecinos de Azcapotzalco, Chapultepec y Naucalpan, habían mandado firmas y peticiones para conservar aquella piedra. -Pero los del Centro desde siempre hacen su puta gana, se quejaba Cleotilde. Y ni que le mintieran que los pedazos de jade serían guardados por el instituto. El despojo de esa noche quedaría impune, como tantos.
Lucía confiada, nunca se atrevió a dudar de los citadinos, pensaba que la ciudad tenía su encanto guardando tanto loco. Quizá era una provocadora y siempre quiso quedar muy bien con las prostitutas y los hombres que laceraban sus cuerpos recostados sobre vidrios en la Línea 2. Desde Portales hasta la terminal, sacaba la cámara y hacía sus retratos callejeros.
Puso a la lluvia como pretexto para quedarse en el trabajo hasta tarde. Mientras escribiría a las autoridades su desacuerdo con el instituto. Lo único que le inquietaba era el consejo de su hermana sobre no mojar demasiado a los perros. Pero pensaba que una tormenta de ese tamaño le acomodaría los pensamientos hasta a los animales.
Serían casi las once cuando apagó el monitor y se puso el suéter para salir. Apagó las luces y se fue caminando hacia Tlalpan para tomar el metro. Sintió frío de todas formas porque el asfalto seguía húmedo, incluso el cuerpo desprendía algo de vaho, entre las luces de los autos que avanzaban sobre la avenida y los reflejos en la cara formados desde los rastros de agua.
Avanzó tanto como pudo desde la salida, como pedía la encomienda. Cuando no tuvo más luz, cuentan que su cuerpo echó raíces en aquel valle. Permanecía recostada y vista desde arriba, su cuerpo simulaba estar de pie, con la frente apuntando al norte y la mano izquierda cubriendo el sexo. A su alrededor quedaron cuatro cráneos que explicaban a los hombres hacía dónde podrían ir incluso a oscuras porque sus ojos eran azules y brillaban.Mientras amanecía, llamaron a la puerta y Doña Cleo salió a abrir con dolor en las manos a causa de una artritis mal cuidada que empeoraba en verano con las lluvias. Notó que Lucía no había dormido ahí porque los perros temblaban en el pasillo.
Le notificaron que encontraron un cuerpo cerca de Cuatro caminos y debería reconocerlo. Los responsables se habían dado a la fuga y el trámite no podía tardar mucho porque ese día iban a trasladar el monolito. Sospechaban de los mismos que robaron las gemas y dejaron los cráneos con las cuencas de los ojos vacíos. Lucía la huella y su ciudad, a ciegas.
Hay hombres que tienen tres almas y mujeres que tienen cuatro porque -no lo saben- llevan ya desde que nacen el alma de su hijo adentro. Hay volcanes extintos y eso también me llama la atención, Nauhcampatépētl era el nombre original del Cofre de Perote, en Veracruz. No soy de cábalas, pero este cuento nomás se fue hablando del cuatro.
ResponderEliminarHay cuatro caminos que dan nombre a la estación del metro (eso dice en su página): Naucalpan, Azcapotzalco, Chapultepec y Tenochtitlan. El dato curioso es que para llegar al infierno siempre hay que pasar por el punto de los cuatro caminos (esa metáfora es compartida por aztecas y mayas), se me ocurre que para descender al infierno hay que llegar primero a uno mismo...