Está comprobado. Uno puede llorar entre huapangos sin importar que todos los presentes rían en singular afán de dicha y el baile. Llorar como un chiquillo que de pronto perdió un concurso de payasos en una fiesta, llorar como quien sabe que todo está dictaminado aunque se oponga. Lagrimitas sinceras, cabe decir.
Y es que uno puede estar sentado en medio de un encuentro ciberpunk y escuchar que Negroponte era un ingenuo. Una computadora por niño no es suficiente, una computadora por niño no es suficiente. Algo así como un latigazo me sacude desde la espina hasta el hipotálamo. Me digo en voz baja (es decir, me digo sin voz): despídete de tus ideales, guarda tus ideales, no estorbes con tus ideales.
Pasar por el libre acto de colectivización es a lo menos una salvajada.
En un tercer tiempo, encuentro a un viejo conocido a quien debí romperle algo más que el corazón para luchar -según yo- del bando de las pequeñas minorías. No parece enojado ahora, comparte la cena conmigo. Me escucha quejarme de todo, me escucha odiar al mundo, lo permite. Parece feliz ahora, hasta tiene una novia. Masticamos un pedazo de perdón y permanecemos en silencio hasta que me sacudo con un habitual hasta luego.
Y nada, a la media noche la ciudad me parece una posibilidad sin cordura, una jungla de neones terriblemente hermosa, sin montañas ni humedades. Es así, no quiero cambiarla, me apetece archivarla tal cual. ¿Es que son posibles tantas antítesis juntas?
A ese otro mundo sin explicaciones aparentes suele bienvenirnos la locura.
Y es que uno puede estar sentado en medio de un encuentro ciberpunk y escuchar que Negroponte era un ingenuo. Una computadora por niño no es suficiente, una computadora por niño no es suficiente. Algo así como un latigazo me sacude desde la espina hasta el hipotálamo. Me digo en voz baja (es decir, me digo sin voz): despídete de tus ideales, guarda tus ideales, no estorbes con tus ideales.
Pasar por el libre acto de colectivización es a lo menos una salvajada.
En un tercer tiempo, encuentro a un viejo conocido a quien debí romperle algo más que el corazón para luchar -según yo- del bando de las pequeñas minorías. No parece enojado ahora, comparte la cena conmigo. Me escucha quejarme de todo, me escucha odiar al mundo, lo permite. Parece feliz ahora, hasta tiene una novia. Masticamos un pedazo de perdón y permanecemos en silencio hasta que me sacudo con un habitual hasta luego.
Y nada, a la media noche la ciudad me parece una posibilidad sin cordura, una jungla de neones terriblemente hermosa, sin montañas ni humedades. Es así, no quiero cambiarla, me apetece archivarla tal cual. ¿Es que son posibles tantas antítesis juntas?
A ese otro mundo sin explicaciones aparentes suele bienvenirnos la locura.
Nota al pie: terminé de escribir este post, salgo un poco y doy con la noticia del fallecimiento de Samuel Ruiz. Dios.
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