domingo, 7 de febrero de 2016

El mensaje de los trastes sucios

Otras noches solo se trataron de llegar a pueblos perdidos de noche, con ese temor de deslizar los pies sobre un asfalto que no es el del barrio cotidiano. Y avanzar a oscuras.

Y postrarse en alguna butaca para ver mal cine e intentar desconectar cables. Ojalá fuera posible desvincularse un poco de tanta tosquedad, de los novios con sus novias en las otras butacas, de las relaciones de poder que atinadamente nos escupen en la cara de alguna manera. 

Otras noches solo se trataron de intentar desesperadamente guardar al ego en algún clóset, dejarlo ahí hasta que aprendiera a no consumirlo todo en mi cerebro; o más bien intenté que se trataran de abrir espacio para imaginar cómo sentirá el agua cuando se deshiela.

Ahora pienso más en los lugares donde tengo posibilidades y en aquellos sitios donde seguiré postergándome hasta el fracaso. 

No quiero que la vida se me convierta en un protocolo de ir palomeando aquello que ya hice para estar bien y aquello que no hice para no estar bien. Como si no lo intentara lo suficiente, como si no repasara una y otra vez lo que no hago, lo que no alcanzo.

Quisiera escribir de la tierra y el fuego porque ninguno de estos malestares valen las líneas y líneas que desperdicio en explicarme. 

Quisiera que mi corazón cerrara sus heridas mirando esos árboles invadidos de mariposas, confundiendo su aleteo con el viento y el aire confundiéndose a su vez con aquello que precisa quedarse más y más en el pasado.

Ahora sé que odio los viernes, no hay día más solitario en el mundo, nadie está. Era el día de la semana que preferentemente mandaba todo a la mierda solo para quedarme contigo, estuviéramos o no; los viernes eran de nosotros, los habitábamos.

También es cierto que detesto cada vez menos los domingos, sus asados interminables, su cinismo y claridad para dejarme mensajitos en los trastes sucios. Los domingos son para escribir mis idioteces y cada vez me parecen más reconciliables. 

Su nostalgia avanza, los retratos de la pared persisten, este ritual de teclear a ninguna parte me hace sentir menos perdida, deslizando los pies sobre un asfalto que no es el del barrio cotidiano.


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