martes, 15 de junio de 2010

Sin ficción no hay realidad

Hace un par de años caí en una profunda depresión de la cual me obligué a salir a punta de desarraigos. Recuerdo aquella temporada como la más confusa en veintidós años, entonces me dio por alejarme de las compañías y lugares confortables que conocía. Si la memoria no falla me dediqué a vagar por varios barrios del Distrito Federal acompañando a gente desconocida en una declarada manifestación de valemadrismo. Farras, borracheras, desvelos, rumbos perdidos.

No dudo estar exagerando cuando digo que aquello eran días de Sodoma, pero sí creo haber cumplido dos décadas de vida con la sensación de no haber hecho nada de mí y conmigo.

Entonces me desenvolvía en un círculo bastante adulto, todo el tiempo rodeada de periodistas y críticos cinematográficos. Era gracioso ser la consentida siempre, tenía a mi alcance un mundo envidiado por conocidos de mi edad, pláticas intelectuales consumidas al vapor del vino tinto del domingo; comilonas dispuestas exclusivamente para organizar suplementos editoriales que nunca vieron luz ni fueron concretados; extensas charlas sobre arquitectos, literatos, o artistas plásticos.

Nunca pude reducir aquella iniciación a payasadas porque todas las referencias venían de personas cuyos orígenes se revelaban terriblemente violentos a nivel emocional; tampoco me aburría, porque en todo aquello visualizaba momentos dignos para aprender de qué estaba hecha la vida.

Duró poco. Cuando ninguno de quienes formábamos ese círculo se dio cuenta, ya estábamos desintegrados, cargando cada uno con dolores e impotencias compartidas y ajenas. Me curtí bien, sólo eso.

Después vino la soledad y decisiones fugaces. Ingenuamente me sentía dueña de una visión que nadie más tendría (por lo menos a mis años), no creo haber fanfarroneado al respecto, más bien creía que si algo no emanaba del conocimiento y razonamiento de las grandes causas seguramente era más atractivo. De esa ensalada de escapes también me serví con la cuchara grande…

Recuerdo que una noche terminé en la Roma, bastante ebria, canturreando el son de La bruja (mote que hasta la fecha conservo) llorando, casi sin poder mantenerme en pie, colgada del hombro de Struck, acompañante mío un par de meses.

Me trajo a casa y serían las siete de la mañana de un sábado. Aunque hubiera querido dormir con él, no había suficiente tiempo porque yo debía presentarme en la universidad a las nueve en punto para asistir a clase de cine.

Tomé un baño, eso sí. A Struck lo dejé tirado en la sala para que descansara un poco. Con las primeras luces del día y la borrachera todavía puesta, dejamos mi departamento y nos movimos en metrobús al sur de la ciudad. En el trayecto nos tumbamos en el piso, en la parte trasera del camión; nos recargamos hombro a hombro e intentamos conciliar el sueño en medio de esa maldita alarma del transporte que deja sordo al más cristiano.

Ya no traíamos dinero. Nada, ni un quinto. Struck me despidió en la universidad con un beso simple y dijo que seguro conseguiría aventón en el siguiente camión, rumbo a su casa. –Cáele cuando salgas de clase, me dijo y se fue.

Unas horas después sonó mi celular, era él. Estaba francamente cagado de risa porque se había dormido en el camión y llegó hasta Tasqueña; debió pedir nuevamente aventón para llegar a su departamento en Calzada del Hueso. Volvió a recordarme que me esperaba. En tanto me libré del profesor y su clase pagana me fui para allá.

Llegué a dormir. A eso de las cinco me despertó sobresaltado, diciéndome que había tenido un sueño del cual necesitaba hablarme.

Resulta que en el segundo trayecto, de Acoxpa a su casa, se encontró con una anciana –parecida a una bruja- dedicada a pasearse por la ruta para cambiar papeles de la buena fortuna a cambio de monedas. Le había ofrecido a Struck un cartoncito con el mensaje que cambiaría el transcurso de sus días, pero él no traía dinero. De mala gana la vieja le había dejado el cartón, molesta, repitiéndole con voz ronca sin ficción no hay realidad.

Struck hablaba confiado en su anécdota, como quien cuenta la verdad y sólo eso. Me decía que había soñado con aquella mujer murmurándole entre humo sin ficción no hay realidad. Sin ficción no hay realidad.

Sacó el cartón de su pantalón y me lo dio, traía escrita la frase del sueño. -Para que recuerdes a otra bruja -dijo- me dio la espalda y fingió quedarse dormido de nuevo.

En la noche nos fuimos de fiesta, intenté regresar temprano a casa. En el transbordo de Pino Suárez recibí un mensaje al celular el cual decía: ándate con cuidado porque es noche, no te pierdas en la realidad que más vale un buen cuento de ficción. Era del número de Struck.

Sonreí y seguí mi camino.

Ya en casa caí rendida, por fin podría recuperarme un poco. Dormí, embriagada de las cosas que aún hoy carecen de nombre, en mi vida de veintitrés, con mis puntadas y reveses.

El domingo tendí la cama y al mover las almohadas encontré debajo un libro empaquetado. Se trataba de Crónicas marcianas, de Ray Bradbury. Lo abrí y leí en la primera página la dedicatoria que Struck había dejado, desde ese fin de semana hasta ahora en mi lógica y sentido: para Lucía, con el cariño cierto de la ciencia ficción y las historias reales, a su tiempo verdaderas.

3 comentarios:

  1. Me encanta tu blog. Lo pienso seguir más de cerca.
    Saludos.

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  2. Muchas gracias por la visita a las cloacas, amante bandida. Ya mismo paseo por tu blog y que se quede el infinito sin estrellas.

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  3. Historias que me suenan tan cercanas.. quién sabe porqué será.

    Beso, bruja ;)

    Sin ficción no hay realidad. Siempre.

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