Los últimos vagones naranjas atravesaron el andén a la hora indicada. Algunos pasajeros se aproximaron a la salida y no hubo necesidad de dar anuncio sobre el cierre de la estación.
Permanecíamos los veinte de siempre, cada quien frente a las cámaras de seguridad, de espaldas, vestidos con pantalones verdes y sudaderas de capucha azul marino. Yo esperaba en la parte posterior del pasillo mientras los usuarios salían. Pensaba que en cuestión de horas la vieja ciudad habría quedado atrás para siempre.Era hora. Desactivé la alarma del reloj de pulso y me acerqué al centro. Los otros ya venían así que no tuve cuidado de mis propios pasos. La red de vigilancia había sido apagada. El Distrito Federal entero había sido apagado...
Mayela, Chavo y Frinee estaban en los controles del Sistema de Transporte Colectivo. Según el plan, mandarían nuestro tren para luego suicidarse. No se me ocurre qué otro final podría tener ese trío errante de personalidades variables, dementes, vacías de proporción sociocultural conocida.Los veinte nos debíamos a ellos, nuestros maestros. Sin pudor ni recato llevarían a cabo la sublimación extrapolada más auténtica de su libertad; serían capaces de finalizar con su existencia llevándose consigo toda clave de su obra, todo secreto. Y así tenía que hacerse, el misterio en el misterio, lo aprendido estaba aprendido ya.
Pensé que los recordaría como se recuerda a una madre o a un padre, en todo caso veinticinco años atrás ya habían lograron disuadirme de cualquier ilusión institucional. No tenía idea del significado que guardan consigo la familia, las afiliaciones políticas, dios… y ciertamente tampoco me importaba. Lo importante era mantenerse en pie, concentrado. Avancé unos pasos más cuando vi que ahí estaba ella.Se detuvo frente al trece veinte, alzó la mirada y contempló la cifra como si supiera de qué se trataba. ¡Cómo era posible que alguien estuviera ahí adentro con los veinte! ¡Qué había salido mal! Ella, ella, ella. Sus ojitos mustios dudaron frente al trece veinte intentando acceder a él como se accede a los dejavu; insistió en hacer la marca suya, y lo hizo. Sacó su celular y tomó una foto.
Para entonces los veinte formábamos una valla delante de la línea de seguridad, nuestro tren anunció su llegada con su rugido suave de sirena. El viento sopló y despeinó al seis, José María. Permanecí formado pero de reojo la veía a ella. Me temblaban las rodillas porque supe irreductiblemente que algo estaba mal. Ella era un intruso, un error del sistema, de los planos, los mapas y todo. No tenía que estar ahí tomándole una fotografía al trece veinte. ¡A nuestro adorado trece veinte! Ahora sentía náuseas, convencido que un cuarto de siglo, veinte vidas, la obra de Mayela, Chavo y Frinee, México entero estaba arruinado aún en sus nuevas posibilidades a causa de una fémina infiltrada en la estación. Una usuaria, sólo eso. ¡Ciberpunk! Comenzaba a irritarme. Quería arrojarla a las vías y darle muerte en ese último viaje subterráneo, la electricidad debía eliminarla. Pulsaba en mi cabeza mil y un veces la tecla borrar, veía en la flecha que apunta a la izquierda la única manera de mantener nuestros planes sin sabotaje. No fue así.
En dieciocho segundos las puertas del tren se abrieron frente a los veinte y abordamos. Ella tuvo el tiempo y la nueva existencia en sus manos. Alcanzó a guardar su celular en el morral y subió al tren.Fuimos secuestrados a finales de dos mil cuatro. Las memorias más añejas de mi infancia son poco claras, trato de recordar el dormitorio que usaba a los tres años y desde entonces sólo logro articular mi camita junto a otras diecinueve camitas. Haber privado de libertad a veinte criaturas no era un crimen castigado como grave ni en la Ciudad de México ni en ninguna parte. Los maestros se las ingeniaron para separarnos del seno materno pronto y nos cercaron en un pueblo de Oaxaca. Éramos tan pequeños que debimos llorar pero no lloramos, o tal vez sí. Se hicieron cargo Mayela, Chavo y Frinee; eventualmente nos visitaban otros adultos que dejaron de frecuentar La Rosa -la comunidad- conforme crecimos.
Dedicábamos parte del día a dibujar, cantar, resolver ejercicios de lógica en la computadora. La otra parte del día se iba en clases de zapoteco, cultivos hidropónicos y danza. No tengo ninguna queja al respecto, pero recuerdo la primera vez que leí en la biblioteca sobre un niño que celebraba su cumpleaños con piñatas y magos. Aquel personaje partía un pastel de chocolate y fue tanto mi berrinche por saber de qué se trataba una fiesta que convencí a todos para que nos hicieran una. Así fue.
Por única ocasión entraron a La Rosa adultos, muchos adultos. Fueron cinco días de celebración coronadas con un pastel de chocolate con chile que preparó Mayela. Comimos cerdo con frijol negro, jabalí en chile costero, nopales asados, tamal de charales y tepezcuincle. Los veinte disfrutamos aquel manjar como lo mejor de nuestra infancia, y desde entonces cada año, independientemente de nuestros cumpleaños, conmemorábamos a La Rosa en un gran carnaval.
Entre las bailarinas de la primera celebración recuerdo mucho a una mujer de ojos grandes y labios gruesos, morena, espigada. Se acercó a mí y puso en mis manos el pastel de chocolate con una sensualidad que jamás volví a ver. De La Rosa me gustaba la quince, Nayhelli; y la ocho, María Luisa, pero la figura de la bailarina nada se comparaba con mis compañeras. Era suave y cálida. A los doce años soñé con ella cada día hasta llegar el verano y con la frustración de un amor que nunca podría realizarse, porque el amor se realizaba en La Rosa de una manera muy diferente, renuncié a su recuerdo y sentimientos hacia ella, mi flor de Mictlantecuhtli.
Y ahora que compartía el vagón con el dos, Ignacio, y con ella -la intrusa- observaba cómo se escurría en sí misma pues apenas cerraron las puertas del vagón ella tomó asiento en la banca de la ventana, se recargó y cerró los ojos.
Su sueño era de un muerto, viajábamos a la velocidad de tres supernovas para poder llegar a nuestro destino y ella no se inmutó. La veía descaradamente perdida en su sueño y traje la imagen de aquellos primeros años en La Rosa y la bailarina, antes de comenzar con las lecciones en maya y los verdaderos planes de escape.
El traslado duró justo el intervalo que hay entre Tacubaya y Patriotismo, ni un segundo más, ni uno menos. Para evitar la paradoja que preví si ella se quedaba con los veinte tenía que haberla dejado en el tren cuyo siguiente destino era la nada. El infierno, le decía en La Rosa al once, Set; esa inclemencia sin regreso descrita sólo por las cuatro letras que conforman su nombre.
Ya había cometido suficientes errores, era un traidor al trece veinte, a los maestros y La Rosa; no arrojé a las vías a la extraña ni dejé que siguiera en su sueño hacia la nada. ¿Cómo llamarla ahora? ¿Veintiuno? La desperté mientras las puertas abrían. Ya llegamos, dije.
No se tomó la molestia en agradecer mi aviso, se incorporó y una vez que el morral se ancló a su cadera y el cabello encontró paraje en la nuca, salió del vagón.
Los compañeros ya habían salido del metro, tenían instrucciones claras de qué hacer cuando pusieran un pie en la aldea. Debían verificar los suministros de energía, hacer las conexiones requeridas para la colectividad. A fin de cuentas los veinte estábamos reducidos a eso, un grupo entrenado de hackers con posibilidad de viajar en dimensiones tiempo-espacio depositados en Axtlán para divulgar conocimiento informático libre.
Pero por absurdo que parezca yo -el cinco- no atendí el plan de la nueva existencia, ahora estaba detrás de ella a dos peldaños de salir del túnel. Ambos nos asomamos y descubrimos a la tarde teñida de malva y lila cubriendo la aldea con un tapiz de nubes que parecían de crema.
Se asustó. Por primera vez depositó los ojos en mí cuestionando lo que heroicamente iba a explicarle en unos momentos. Me preguntó la hora. Trece veinte, contesté.
Reponiéndose del miedo, extrajo su celular para tomar otra foto aunque interrumpí; bajé el teléfono muy adusto reuní los argumentos de un imbécil para aclararle que no estaba más en el Distrito Federal.
Cuando terminé noté que sudaba un poco de la frente y enseguida ella echó a reír. Se necesita ser un payaso para contar semejante cosa, me dijo. Luego bajó las escaleras para regresar al andén pero encontró el muro que sellaba ambos universos. La brecha estaba cerrada y no había modo de volver, me atreví a explicar; para entonces ella lloraba con un desconsuelo que yo no conocía. La Rosa no permitía sufrimiento alguno, nunca privó nuestras reacciones más elementales como la violencia o la frustración pero eran desplazadas de manera tal que jamás afectaron nuestros procesos de sujeción.
La vi tan humana que se me ocurrió extender mis brazos en señal de solidaridad para ofrecerle morada. Fue inútil. Así siguió llorando casi una hora, golpeando el muro o pateándolo. Se sentaba y llevaba sus manos a la cara, se tallaba y volvía a ponerse en pie. Reflexionaba. Simulaba que reflexionaba. No podíamos perder más tiempo en su circo así que saqué del bolsillo una pepa y le pedí que comiera. Accedió y dos minutos después, ebria de lágrimas me dio la mano.
Algo se me ocurriría más tarde para presentarla y tratar de incluirla con los veinte; mientras tanto estaba enfocado en ella y su torpeza. Era evidente que no estaba entrenada. La aldea celebraba con música la llegada de La Rosa. Sonaban tambores por los acueductos y varías matronas hacían ofrendas envueltas en faldas de jade.
Pronto cayó la noche. Los veinte teníamos que reunirnos en la coordenada acordada. Cuando ella y yo llegamos ya estaban ahí el tres, Carlos; el siete, Emilio; y la diez, Fillie. La vieron y no daban crédito. Cuando estuvimos todos, los compañeros estallaron en cólera contra mí y mi descuido. Según ellos debí matarla cuando pude o enviarla a la nada lo cual era mucho peor que fallecer electrocutado sobre los rieles del metro citadino.
Sugerí en la que sería mi última carta que podíamos incluirla y ser veintiuno. Pero ella interrumpió.
De ninguna manera seremos veintiuno, dijo, porque nosotros somos trece. Alzó la frente y se despeinó el fleco de manera triunfal como señalando algo. Los demás miraban sobresaltados lo que yo descubrí cuando giré por el hombro. Atrás salían de un umbral idéntico al de la estación Aragón doce personas.
Gracias a la fotografía que ella tomó con su celular lograron rastrearnos hasta la aldea –ellos- los trece. La revolución había comenzado.
Mayela, Chavo y Frinee estaban en los controles del Sistema de Transporte Colectivo. Según el plan, mandarían nuestro tren para luego suicidarse. No se me ocurre qué otro final podría tener ese trío errante de personalidades variables, dementes, vacías de proporción sociocultural conocida.Los veinte nos debíamos a ellos, nuestros maestros. Sin pudor ni recato llevarían a cabo la sublimación extrapolada más auténtica de su libertad; serían capaces de finalizar con su existencia llevándose consigo toda clave de su obra, todo secreto. Y así tenía que hacerse, el misterio en el misterio, lo aprendido estaba aprendido ya.
Pensé que los recordaría como se recuerda a una madre o a un padre, en todo caso veinticinco años atrás ya habían lograron disuadirme de cualquier ilusión institucional. No tenía idea del significado que guardan consigo la familia, las afiliaciones políticas, dios… y ciertamente tampoco me importaba. Lo importante era mantenerse en pie, concentrado. Avancé unos pasos más cuando vi que ahí estaba ella.Se detuvo frente al trece veinte, alzó la mirada y contempló la cifra como si supiera de qué se trataba. ¡Cómo era posible que alguien estuviera ahí adentro con los veinte! ¡Qué había salido mal! Ella, ella, ella. Sus ojitos mustios dudaron frente al trece veinte intentando acceder a él como se accede a los dejavu; insistió en hacer la marca suya, y lo hizo. Sacó su celular y tomó una foto.
Para entonces los veinte formábamos una valla delante de la línea de seguridad, nuestro tren anunció su llegada con su rugido suave de sirena. El viento sopló y despeinó al seis, José María. Permanecí formado pero de reojo la veía a ella. Me temblaban las rodillas porque supe irreductiblemente que algo estaba mal. Ella era un intruso, un error del sistema, de los planos, los mapas y todo. No tenía que estar ahí tomándole una fotografía al trece veinte. ¡A nuestro adorado trece veinte! Ahora sentía náuseas, convencido que un cuarto de siglo, veinte vidas, la obra de Mayela, Chavo y Frinee, México entero estaba arruinado aún en sus nuevas posibilidades a causa de una fémina infiltrada en la estación. Una usuaria, sólo eso. ¡Ciberpunk! Comenzaba a irritarme. Quería arrojarla a las vías y darle muerte en ese último viaje subterráneo, la electricidad debía eliminarla. Pulsaba en mi cabeza mil y un veces la tecla borrar, veía en la flecha que apunta a la izquierda la única manera de mantener nuestros planes sin sabotaje. No fue así.
En dieciocho segundos las puertas del tren se abrieron frente a los veinte y abordamos. Ella tuvo el tiempo y la nueva existencia en sus manos. Alcanzó a guardar su celular en el morral y subió al tren.Fuimos secuestrados a finales de dos mil cuatro. Las memorias más añejas de mi infancia son poco claras, trato de recordar el dormitorio que usaba a los tres años y desde entonces sólo logro articular mi camita junto a otras diecinueve camitas. Haber privado de libertad a veinte criaturas no era un crimen castigado como grave ni en la Ciudad de México ni en ninguna parte. Los maestros se las ingeniaron para separarnos del seno materno pronto y nos cercaron en un pueblo de Oaxaca. Éramos tan pequeños que debimos llorar pero no lloramos, o tal vez sí. Se hicieron cargo Mayela, Chavo y Frinee; eventualmente nos visitaban otros adultos que dejaron de frecuentar La Rosa -la comunidad- conforme crecimos.
Dedicábamos parte del día a dibujar, cantar, resolver ejercicios de lógica en la computadora. La otra parte del día se iba en clases de zapoteco, cultivos hidropónicos y danza. No tengo ninguna queja al respecto, pero recuerdo la primera vez que leí en la biblioteca sobre un niño que celebraba su cumpleaños con piñatas y magos. Aquel personaje partía un pastel de chocolate y fue tanto mi berrinche por saber de qué se trataba una fiesta que convencí a todos para que nos hicieran una. Así fue.
Por única ocasión entraron a La Rosa adultos, muchos adultos. Fueron cinco días de celebración coronadas con un pastel de chocolate con chile que preparó Mayela. Comimos cerdo con frijol negro, jabalí en chile costero, nopales asados, tamal de charales y tepezcuincle. Los veinte disfrutamos aquel manjar como lo mejor de nuestra infancia, y desde entonces cada año, independientemente de nuestros cumpleaños, conmemorábamos a La Rosa en un gran carnaval.
Entre las bailarinas de la primera celebración recuerdo mucho a una mujer de ojos grandes y labios gruesos, morena, espigada. Se acercó a mí y puso en mis manos el pastel de chocolate con una sensualidad que jamás volví a ver. De La Rosa me gustaba la quince, Nayhelli; y la ocho, María Luisa, pero la figura de la bailarina nada se comparaba con mis compañeras. Era suave y cálida. A los doce años soñé con ella cada día hasta llegar el verano y con la frustración de un amor que nunca podría realizarse, porque el amor se realizaba en La Rosa de una manera muy diferente, renuncié a su recuerdo y sentimientos hacia ella, mi flor de Mictlantecuhtli.
Y ahora que compartía el vagón con el dos, Ignacio, y con ella -la intrusa- observaba cómo se escurría en sí misma pues apenas cerraron las puertas del vagón ella tomó asiento en la banca de la ventana, se recargó y cerró los ojos.
Su sueño era de un muerto, viajábamos a la velocidad de tres supernovas para poder llegar a nuestro destino y ella no se inmutó. La veía descaradamente perdida en su sueño y traje la imagen de aquellos primeros años en La Rosa y la bailarina, antes de comenzar con las lecciones en maya y los verdaderos planes de escape.
El traslado duró justo el intervalo que hay entre Tacubaya y Patriotismo, ni un segundo más, ni uno menos. Para evitar la paradoja que preví si ella se quedaba con los veinte tenía que haberla dejado en el tren cuyo siguiente destino era la nada. El infierno, le decía en La Rosa al once, Set; esa inclemencia sin regreso descrita sólo por las cuatro letras que conforman su nombre.
Ya había cometido suficientes errores, era un traidor al trece veinte, a los maestros y La Rosa; no arrojé a las vías a la extraña ni dejé que siguiera en su sueño hacia la nada. ¿Cómo llamarla ahora? ¿Veintiuno? La desperté mientras las puertas abrían. Ya llegamos, dije.
No se tomó la molestia en agradecer mi aviso, se incorporó y una vez que el morral se ancló a su cadera y el cabello encontró paraje en la nuca, salió del vagón.
Los compañeros ya habían salido del metro, tenían instrucciones claras de qué hacer cuando pusieran un pie en la aldea. Debían verificar los suministros de energía, hacer las conexiones requeridas para la colectividad. A fin de cuentas los veinte estábamos reducidos a eso, un grupo entrenado de hackers con posibilidad de viajar en dimensiones tiempo-espacio depositados en Axtlán para divulgar conocimiento informático libre.
Pero por absurdo que parezca yo -el cinco- no atendí el plan de la nueva existencia, ahora estaba detrás de ella a dos peldaños de salir del túnel. Ambos nos asomamos y descubrimos a la tarde teñida de malva y lila cubriendo la aldea con un tapiz de nubes que parecían de crema.
Se asustó. Por primera vez depositó los ojos en mí cuestionando lo que heroicamente iba a explicarle en unos momentos. Me preguntó la hora. Trece veinte, contesté.
Reponiéndose del miedo, extrajo su celular para tomar otra foto aunque interrumpí; bajé el teléfono muy adusto reuní los argumentos de un imbécil para aclararle que no estaba más en el Distrito Federal.
Cuando terminé noté que sudaba un poco de la frente y enseguida ella echó a reír. Se necesita ser un payaso para contar semejante cosa, me dijo. Luego bajó las escaleras para regresar al andén pero encontró el muro que sellaba ambos universos. La brecha estaba cerrada y no había modo de volver, me atreví a explicar; para entonces ella lloraba con un desconsuelo que yo no conocía. La Rosa no permitía sufrimiento alguno, nunca privó nuestras reacciones más elementales como la violencia o la frustración pero eran desplazadas de manera tal que jamás afectaron nuestros procesos de sujeción.
La vi tan humana que se me ocurrió extender mis brazos en señal de solidaridad para ofrecerle morada. Fue inútil. Así siguió llorando casi una hora, golpeando el muro o pateándolo. Se sentaba y llevaba sus manos a la cara, se tallaba y volvía a ponerse en pie. Reflexionaba. Simulaba que reflexionaba. No podíamos perder más tiempo en su circo así que saqué del bolsillo una pepa y le pedí que comiera. Accedió y dos minutos después, ebria de lágrimas me dio la mano.
Algo se me ocurriría más tarde para presentarla y tratar de incluirla con los veinte; mientras tanto estaba enfocado en ella y su torpeza. Era evidente que no estaba entrenada. La aldea celebraba con música la llegada de La Rosa. Sonaban tambores por los acueductos y varías matronas hacían ofrendas envueltas en faldas de jade.
Pronto cayó la noche. Los veinte teníamos que reunirnos en la coordenada acordada. Cuando ella y yo llegamos ya estaban ahí el tres, Carlos; el siete, Emilio; y la diez, Fillie. La vieron y no daban crédito. Cuando estuvimos todos, los compañeros estallaron en cólera contra mí y mi descuido. Según ellos debí matarla cuando pude o enviarla a la nada lo cual era mucho peor que fallecer electrocutado sobre los rieles del metro citadino.
Sugerí en la que sería mi última carta que podíamos incluirla y ser veintiuno. Pero ella interrumpió.
De ninguna manera seremos veintiuno, dijo, porque nosotros somos trece. Alzó la frente y se despeinó el fleco de manera triunfal como señalando algo. Los demás miraban sobresaltados lo que yo descubrí cuando giré por el hombro. Atrás salían de un umbral idéntico al de la estación Aragón doce personas.
Gracias a la fotografía que ella tomó con su celular lograron rastrearnos hasta la aldea –ellos- los trece. La revolución había comenzado.